Estaba vivo. Un milagro que no sorprendió a Krasus, pero que tampoco le agradó, porque el ataque de Kalec había fracasado por una razón muy tenebrosa.
—Ah, el gran Korialstrasz… el adalid de las razas inferiores, el salvador de Azeroth. el mayor necio que ha existido jamás. masculló la consorte de Alamuerte.
Krasus podía moverse a duras penas. El mero hecho de alzar la cabeza lo suficiente para ver cómo la dama desfigurada se acercaba a la reconstruida Alma Demoníaca y la acariciaba como lo haría una madre cariñosa con sus queridos vástagos resultaba doloroso. El dragón mago dudaba que Sinestra hubiera tratado a Nefarian o a Onyxia con tanta dulzura; no obstante, ellos no habían nacido única y exclusivamente para satisfacer su ambición y su locura. En cambio, el Alma Demoniaca carecía de mente, por tanto nunca ansiaría volar sola…
—¡N-no fu-funcionará!—logró decir Krasus con voz ronca—. Al final. sólo hallarás… decepción… y muerte.
—No me sermonees, Korialstrasz —replicó burlonamente la dragona negra, que contemplaba con regocijo a una Vereesa aturdida—. Sí, querida, tú también sigues viva. por ahora.
Deberías estar agradecida por ese milagro, pues toda la fuerza que ese joven e impetuoso necio desató fue desviada a otro lugar gracias a mis denodados esfuerzos…
Krasus resopló.
—E-el dragón azul invocó esa fuerza tan destructiva po-porque le susurraste viles mentiras en-en su mente.
—¡Por supuesto! ¡Era el candidato ideal! ¡No sabes qué alegría me llevé al enterarme no sólo de que no estaba muerto, sino de que su mente se hallaba sometida a tal tensión que podría manipularlo con suma facilidad para que se enfrentara a ti! Gracias a tus continuas injerencias en los asuntos de este mundo, has dejado muchos cadáveres en el camino y has despertado el rencor en muchos como ese dragón azul.
—¡Estás… estás alumbrando la causa de tu destrucción, Si-Sinestra! ¡No podrás. no podrás controlar lo que has traído a este mundo! Piénsalo bien antes de que sea demasiado tarde.
Hizo un gesto despectivo con una mano a modo de respuesta, y acto seguido Krasus subió volando hasta el techo a gran velocidad. Si bien el dragón mago gritó al impactar contra la roca, no fue solo por la violencia del golpe.
La punta de una larga estalactita, que había sido reforzada con el poder maligno de la dragona negra, le había atravesado el pecho.
Un fluido vital de color carmesí manó de la herida y encharcó el suelo de la cámara. Krasus respiraba entrecortadamente; a pesar de haber sufrido una herida en apariencia letal, permanecía consciente.
—Todo marcha según mis deseos, mi querido Korialstrasz, como siempre. Había previsto todas las posibles eventualidades y aunque he de reconocer que me sorprendió que lograras escapar de la cámara crisálida, tu fuga solamente sirvió para que llevara a cabo mi plan con más eficacia.
—Sólo… sólo conseguirás sellar… sellar tu funesto destino con más rapidez. Ya verás. En estos momentos.
—En estos momentos, el resto de tus aliados está intentando escapar en vano; dos de ellos en concreto están tratando de liberar al dragón abisal. —completó Sinestra, sonriendo al ver las expresiones de desconcierto tanto del dragón mago como de la forestal—. ¡Ah! ¿No sabéis de qué estoy hablando? Creo que a ti, mi querida alta elfa, te interesará saber que a la draenei, a quien ambos conocéis, la acompaña un brujo humano. ¡un humano pelirrojo! ¡El lacayo favorito de Korialstrasz!
—¿Rhonin? —preguntó Vereesa con voz entrecortada.
—Parece un esposo tan encantador… tan cariñoso. —se burló la dama del velo.
Si bien la expresión de la consorte de Alamuerte se volvió de pronto muy severa, la sensación de triunfo enseguida volvió a campar en sus facciones, y añadió:
—Pero ambos están a punto de engrosar las reservas de energías mágicas que he ido acumulando para mis niños.
En ese instante, un rugido temible hizo que la cámara se estremeciera, y por culpa de las vibraciones, Krasus estuvo a punto de caer al vacío. Para evitarlo, en el último momento Sinestra reforzó la estalactita que retenía al dragón mago allí arriba.
—Escucha… escucha eso, Sinestra. Cada vez que grita, tu creación parece haber crecido. parece haberse vuelto más fuerte.
—¡Por supuesto! ¡Eso es lo que busco! De veras, Korialstrasz, creo que estás perdiendo la cabeza.
El mago encapuchado negó con la cabeza y murmuró:
—No lo entenderás hasta que sea. hasta que sea demasiado tarde.
Sinestra se rió al escuchar esas palabras.
—¿Acaso no sientes cómo la debilidad se extiende por todo tu ser, cómo tu cuerpo se entumece? Cuando reuní los fragmentos que quedaban del Alma Demoníaca, hallé en ellos una energía residual distinta a todas las que conocía. Y lo más interesante de todo era que parecía que las piezas intentaban atraer más energía, como si pretendieran resucitar a la creación de mi querido y nada añorado esposo —le explicó Sinestra sin dejar de acariciar aquel artefacto brillante—. Fue como si el destino quisiera favorecerme. Ya poseía el Flagelo de Balacgos, el cual, combinado con los restos del Alma Demoníaca, me permitiría alcanzar mis objetivos. ¡Si lo hubiera planeado yo, no habría salido mejor!
Krasus sabía qué era el Flagelo de Balacgos; se trataba de un cubo cerúleo creado por uno de los hijos mayores de Malygos. Si bien los dragones azules eran los guardianes de la magia, Balacgos había dado un paso más; había diseñado aquel cubo para acabar con una amenaza que creía que se cernía sobre Azeroth: la descontrolada energía mágica latente que se había esparcido por el mundo, que nadie dominaba pero que podía ser utilizada por muchos practicantes de las artes arcanas sin escrúpulos que se toparan con ellas.
El cubo había sido diseñado para localizar y absorber cualquier energía que detectara. El cubo se activaba usando los poderes de su poseedor. La finalidad del cubo era ser una reserva donde esa magia pudiera estar disponible en caso de que el Vuelo Azul la necesitara.
Sin embargo, la primera vez que Balacgos utilizó su grandiosa creación descubrió que había cometido un leve error de cálculo. El cubo había detectado magia cerca de él y la había absorbido tal y como esperaba, pero la magia absorbida era la del propio dragón.
Cuando los demás dragones lo encontraron, sólo quedaba de él su cuerpo marchito cual cascarón vacío, lo cual no era nada extraño, ya que la magia forma parte integral de la esencia de los dragones azules como si la sangre o cualquier otro fluido vital.
Todo esto había sucedido en los tiempos remotos en que Malygos aún estaba cuerdo y Alamuerte era todavía Neltharion, el leal Guardián de la Tierra. Krasus recordó, no sin cierta ironía, que para evitar que aquel cubo acabara lastimando a los dragones azules, Malygos se lo había entregado a su gran amigo Neltharion, a sugerencia de éste, para que lo enterrara en las entrañas de Azeroth.
Fue como entregarle una daga a un asesino y pedirle que no la usara.
Aun así, al igual que sucedía con lo que quedaba del Alma Demoníaca, el Flagelo de Balacgos se había visto alterado y ahora servía a otros propósitos. Ahora, los dos artefactos le proporcionaban la matriz mágica definitiva para absorber las energías que precisaba para engendrar un dragón distinto a cualquiera que hubiera surcado los cielos de cualquier mundo.
—Pronto habré extraído toda la energía que necesito de vosotros —masculló Sinestra—. Mientras tanto me ocuparé de la draenei y el humano. ¡Qué mezcla tan deliciosa obtendré al combinar sus poderes con los vuestros! ¡Qué pena que no estarás vivo para ver lo que voy a crear con ella, Korialstrasz! Creo que hasta tú lo encontrarías muy interesante…
Krasus intentó replicar, pero le fue imposible. Estaba exhausto por culpa de la grave herida del pecho y la creciente debilidad que sentía a medida que iba perdiendo sus poderes. Sólo fue capaz de mirar fijamente a la dragona negra. y a aquel artefacto infernal.
—Ah, sí —dijo Sinestra con voz melosa—. Hay otra cosa que deberíais saber: no podréis destruirla. Me he esforzado mucho para que ningún poder de Azeroth sea capaz de hacer añicos el Alma Demoníaca, ni siquiera otro dragón negro, y mucho menos mi difunto señor…
—Entonces, lo único que has hecho es empeorar las cosas.
—Eres muy obstinado, ¿verdad, Korialstrasz? V>y a añorar tanto tu ciega determinación.
La dama oscura rió una vez más y desapareció.
—¡Krasus! —gritó Vereesa—. ¿No puedes hacer nada?
El dragón mago negó con la cabeza. Se mantenía consciente a duras penas, y pronto eso estaría fuera de su alcance. Krasus miró a Kalec. Si bien el rostro del dragón azul estaba muy pálido, la aguda vista del dragón rojo le permitía apreciar el prácticamente indetectable movimiento de su pecho al respirar.
—En ese caso, no me queda más remedio que esperar que… ¡que esto funcione!
A continuación, Krasus escuchó el ruido de algo que rozaba la piedra constantemente y que provenía del lugar donde se hallaba la forestal, pero no podía ver qué lo causaba. En ese instante se oyó un crujido muy fuerte.
—¡Ahhh! —gimió el dragón mago mientras el estrépito provocado por la piedra al derrumbarse inundaba sus oídos.
Después, Krasus escuchó unas pisadas.
Alguien se movía allí abajo. Sin saber muy bien cómo, el dragón mago consiguió enfocar la vista lo bastante como para ver a Vereesa en el suelo.
La forestal sostenía en alto un cuchillo muy extraño.
—Blandía esta arma en mi mano cuando el dragón azul me lanzó un hechizo que hizo que la roca me atrapara. Tuve suerte; por lo visto, no quería hacerme daño, sólo quería apartarme de su camino.
—Kalec… Kalec no es malvado.
La forestal ponderó la situación del dragón mago con sumo cuidado y prosiguió diciendo:
—Al final pude mover la daga de un lado a otro hasta que logré mellar la roca que invocó para detenerme; hace sólo un instante percibí que mis esfuerzos no habían sido en vano.
—Rhonin… Rhonin forjó esa arma para ti.
—Por supuesto —replicó Vereesa frunciendo el ceño—. Sin embargo, no sé cómo puedo liberarte, gran señor.
—Mi vida. mi vida no es importante. Saca. saca a Kalec de aquí. Al-albergo la esperanza de que se recupere en la cámara de los huevos. Éstos deben de. deben de estar protegidos de algún modo del fenómeno de absorción de energía; si no, no servirían a su-sus fines.
La consorte de Rhonin asintió.
—Sí; como son huevos de dragón, también albergan magia en su interior. Debes de estar en lo cierto. En cuanto se recupere, Kalec podrá ayudarte.
Krasus no quiso discutir con ella, a pesar de que sabía perfectamente que Kalec no iba a poder curar esa herida. Tal vez Alexstrasza hubiera tenido el poder necesario para sanar a su consorte, pero se hallaba demasiado lejos; además, aunque hubieran logrado sacar al herido de Grim Batol, habría muerto mucho antes de que pudieran llegar hasta ella.
Si puedo salvar a Kalec y a Vereesa y éstos consiguen avisar a los demás, entonces mi muerte no habrá sido en vano…
El dragón mago observó cómo Vereesa agarraba a Kalec y tiraba de él en dirección a la otra cámara. Si Sinestra no volvía a aparecer por allí, cabía la posibilidad de que quedase demostrado lo que Krasus había dicho sobre el dragón azul.
Pronto desaparecieron de su vista. Krasus prosiguió su batalla particular por no perder la consciencia. Si no hubiera pertenecido al Vuelo Rojo, a los guardianes de la vida, probablemente ya habría dado la bienvenida a la muerte. Aunque su destino estaba sellado, Krasus todavía aguardaba a que se produjera un milagro que no le salvara la vida a él, sino a todos los demás. Y sobre todo a Rhonin y a Iridi, a quienes la consorte de Alamuerte pretendía dar caza.
Apenas se había desvanecido aquel rugido cuando otro ruido escalofriante retumbó por toda la caverna.
Esta vez se trataba de una risa.
Rhonin e Iridi se giraron en la dirección de la que provenían las carcajadas y se toparon con una alta y esbelta dama vestida de negro. A pesar de que llevaba un velo por encima del rostro, vieron con claridad las cicatrices que le cubrían un lado de la cara.
—Eres un dragón —dijo Rhonin.
A Iridi no le sorprendió esta revelación; tras sus experiencias con Krasus y Kalec, que esa mujer fuera algo más de lo que parecía a simple vista tenía mucho sentido.
—Muy bien, Rhonin el pelirrojo —ronroneó la dragona que se hacía pasar por mortal—. ¿También sabes cuál soy?
El brujo se encogió de hombros; había que reconocer que mantenía bastante bien la calma teniendo en cuenta que se encontraba en medio de una batalla en la que participaban enanos, skardyns, dragauros, dracónidos y raptores.
—Por tu admirable porte y tus modales así como por ese vestido negro, yo diría que perteneces al Vuelo de Alamuerte. —El brujo frunció los labios meditabundo. Acto seguido asintió y añadió—: Y puesto que no eres ese perro rabioso que lo comanda ni sus dos peores cachorros, me atrevo a decir, por la presunción y vanidad de la que haces gala, que debes de ser una de sus perras más queridas…
La dama de negro frunció el ceño, sorprendida por la osadía de aquel humano. Iridi aferró con fuerza la vara de los naaru, a la espera de que Rhonin le hiciera una señal. La draenei se colocó instintivamente entre Zzeraku y aquella malévola figura.
Huye, le aconsejó Zzeraku a la sacerdotisa. ¡Huye! ¡Es un ser monstruoso! ¡Olvídame!
No pienso huir; replicó mentalmente Iridi, que encontraba la preocupación de Zzeraku alentadora incluso en esas circunstancias.
La dragona desfigurada recobró la compostura y replicó con aires de emperatriz:
—Soy Sinestra, la primera y más importante consorte del Guardián de la Tierra.
—Eso explica tu hermoso cutis. Las llamas del amor debieron de consumirte literalmente cuando te apareaste con Alamuerte.
—¿Te parece una estrategia inteligente dirigirte a ella en ese tono? —le susurró la draenei.
—Hablas así porque eres un necio que confía plenamente en su maestro, ¿verdad, Rhonin? Crees que Korialstrasz… disculpa… Krasus… va a salvarte. Eso es imposible porque tu maestro ha muerto, humano. ¡Su esencia vital contribuirá a alumbrar una nueva era!
La sacerdotisa atisbó una leve mueca de ira en la comisura de los labios del brujo, que Rhonin reprimió enseguida.
—¡Oh, sí! ¡El gran plan familiar! Vais a reformar o reconstruir o crear
partiendo de cero un maravilloso Vuelo a vuestra imagen y semejanza que… ¿cómo soléis decir? Ah, sí. ¡Conquistará el mundo!
—Me recuerdas mucho a Nefarian. Eres arrogante, obstinado y te aguarda un destino funesto.
A continuación, Sinestra hizo un gesto.
Una onda sísmica se llevó por delante a todos los allí presentes incluidos los esbirros de la dragona negra. La potencia de aquella onda invisible fue tal que no quedó nadie en pie.
… salvo Rhonin. Eso sí, tenía el rostro muy pálido y le temblaban las piernas.
—Si crees que… sigo siendo el mismo impetuoso advenedizo. que vino aquí a acabar con tu consorte —replicó el brujo con voz ronca—, te equivocas. a medias.
La mirada de Rhonin se posó sobre el cubo cerúleo, que brilló de repente.
La respuesta de Sinestra a ese fulgor fue reírse entre dientes.
—¡Muy bien! Has reconocido el Flagelo de Balacgos. Qué duda cabe que tuviste un gran maestro.
El sudor bañaba la frente de Rhonin, que masculló:
—No es. mi maestro. Es mi. amigo.
El cubo brilló con más fuerza y acto seguido se derritió, dejando en su lugar un charco azul del que emanaban unos siniestros vapores de un color parecido.
Sinestra entornó los ojos hasta dejarlos en dos ranuras diminutas. Esta vez Rhonin no pudo evitar caer al suelo.
—Un intento valiente, y que requiere mucho poder… pero que se va a quedar en eso, en un intento. —Señaló al Flagelo, que volvió a mutar—. Sus secretos son míos, como lo son muchos otros.
A esas alturas, el líder de los raptores había tenido tiempo de ponerse en pie. Acto seguido siseó y saltó sobre Sinestra con las garras por delante y la boca abierta de par en par.
La dama de negro señaló al raptor y le lanzó una mirada despectiva.
La tierra se alzó bajo el reptil, que en ese momento estaba saltando, y le alcanzaron los escombros. Al instante se vio envuelto en lava. Su piel escamosa se cubrió de unas ampollas horribles, acto seguido se quemó totalmente, y poco después fue el turno de los músculos y tendones. El raptor ni siquiera tuvo tiempo de chillar. Cuando se desplomó con fuerza sobre el suelo de la cámara no era más que un montón de huesos calcinados que todavía ardían.
—Tenía un gran temperamento —comentó Sinestra con un tono de voz neutro—, pero nada más.
Acto seguido se encaró con Rhonin e Iridi.
Pero la sacerdotisa ya no estaba.
Sinestra se mostró desconcertada por primera vez. De inmediato centró su ira en Rhonin, que seguía intentando ponerse en pie.
—¿Dónde está la draenei? ¿Dónde está?
El brujo esbozó una sonrisa burlona.
—No lo sé…
Zendarin retrocedió jadeando. Por fin había llevado a cabo su plan; por fin había dado el último paso para no volver a tener hambre de magia nunca. Había gastado una gran parte del poder de la vara en el proceso, pero gracias a ese sacrificio iba a poseer más magia de la que sería capaz de desear en un centenar de vidas.
Se inclinó sobre la fosa.
—Me entiendes, ¿verdad?
—Sí… —respondió una voz atronadora.
—Ha llegado el momento —anunció el elfo de sangre con una sonrisa.
—Sí —asintió una silueta que se alzó hacia Zendarin—. Es la hora.
—Obedecerás mi voluntad siempre y en todo momento —prosiguió diciendo el elfo de sangre—. Obedecerás…
Un ruido monstruoso emergió de la fosa. No se trataba de un mero rugido, como los que Zendarin había escuchado más de una vez mientras se esforzaba por llevar a buen puerto su plan, sino de una risa. que se asemejaba demasiado a la de la dama oscura.
—No pienso obedecerte —replicó Dargonax burlonamente, como también solía hacer la dragona negra—. Para mí, no vales más que la tierra bajo mis pies.
El elfo de sangre no podía creer lo que estaba oyendo. Gritó colérico:
—¡No te queda más remedio que obedecerme! Me he asegurado de que así sea…
Aquella silueta difusa se expandió por la parte superior de la fosa, ocupando cada vez más espacio, hasta que copó todo el campo de visión de Zendarin. Entonces, la cabeza de un imponente dragón amatista cobró forma.
—No te has asegurado de nada, salvo, tal vez, de que eres un necio. —le espetó Dargonax.
Zendarin centró su atención en la vara robada con la esperanza de que todavía quedara suficiente poder en ella.
Dargonax se abalanzó sobre él con las fauces abiertas.
Y el elfo de sangre desapareció.
Aquel dragón gigantesco detuvo su avance. No parecía enfadado ni decepcionado, sino más bien divertido.
De repente, Dargonax levantó la vista hacia el techo. Sus largas y puntiagudas orejas se agitaron como si escucharan algo.
—Sí… ya voy, madre… ya voy…
Y el coloso se rió una vez más.
Tenía el brazo roto, el manco, dio gracias por ello, y estaba más perdido de lo que nunca había estado ningún enano en una caverna subterránea. Rom habría jurado que esos túneles cambiaban a su antojo de modo que siempre evitaban que pudiera seguir los que lo llevarían de nuevo hacia arriba. Quería regresar porque en un pasadizo había escuchado los gritos de sus hombres. El enano se temía que sus vidas corrían peligro, pero lo único que era capaz de hacer era caminar en círculos una y otra vez.
Aun así tenía que seguir intentándolo.
Se adentró dando tumbos en otro pasadizo que era idéntico al anterior, y el anterior al anterior, y así sucesivamente. El veterano guerrero juró en voz baja; a pesar de que su frustración aumentaba por momentos, no se dejaba llevar por ella para no alertar de su presencia al enemigo.
¿Cometía un error adoptando esa actitud? Tal vez si gritaba como un loco, por fin podría entrar en acción.
Rom resopló. Si hacía eso, acabaría muerto sin haber hecho absolutamente nada por salvar a sus compañeros.
Rom no había abandonado a sus hombres a su suerte cuando fueron atacados, como probablemente pensaban los demás, sino que tuvo la mala suerte de recibir dos golpes terribles que lo obligaron a abandonar la batalla; el primero le rompió los huesos del brazo y el segundo impactó en su cabeza con tanta fuerza que el yelmo salió despedido. Al cabo de un momento trastabilló aturdido y cayó en una de las grietas del suelo, donde Rom yació durante horas como si estuviera muerto.
Por pura suerte, en el otro extremo de la grieta se abría una abertura que daba al interior de la montaña. Al recobrar la consciencia, no se alegró al descubrir que su anhelado deseo de infiltrarse en Grim Batol se había cumplido, ya que consideraba que les había fallado a sus hombres. Lo único que podía hacer era rezar para que Grenda, quien era muy capaz y probablemente más sensata que él, mantuviera al resto con vida, con o sin él. Acto seguido, Rom recuperó su yelmo, que había caído a la grieta con él, y se puso en camino expectante ante lo que le deparaba el destino.
Pero no podía evitar maldecir al destino por haberle impedido estar junto a sus camaradas en esos momentos de necesidad.
De repente escuchó un gruñido que lo petrificó. Rom rogó para que los ecos de los túneles no lo estuvieran obligando a dar media vuelta otra vez. Si no era así, el autor de aquel rugido se hallaba a escasos metros.
Aceleró el paso y se dio la vuelta en el momento en que las voces de unos skardyns le advirtieron de que se iba a topar con algo mucho peor de lo esperado. Rom retrocedió corriendo hasta el pasadizo secundario más cercano, donde se ocultó en cuanto escuchó a esas nauseabundas criaturas entrar en el pasadizo que acababa de abandonar.
Los skardyns pasaron junto a él presurosos; esos engendros cubiertos de escamas se arrastraban por el suelo, las paredes y el techo. Rom se arrimó todo lo que pudo a la pared, convencido de que debería haber seguido por ese túnel donde se encontraba ahora, pero a la vez consciente de que cualquier movimiento que hiciera atraería su atención.
Un skardyn se detuvo cerca de la entrada a olfatear. Se adentró en el túnel en busca de algo…
Al instante, un puño negro agarró a ese skardyn, que empezó a chillar, y lo lanzó en la dirección que habían tomado los demás. Acto seguido, el dracónido restalló su látigo mientras guiaba al resto de skardyns por el pasadizo.
El enano lo reconoció: era Rask.
—Moveos… —ordenó entre siseos aquella bestia negra—. El ama ordena que.
Rask y los skardyns siguieron su camino. Rom titubeó, aguardó un tiempo prudencial para asegurarse de que no lo veían salir del túnel, y a continuación fue tras ellos.
Pensó que por fin iba a un lugar concreto. Aunque tendría que esperar para saber adónde exactamente.
Para entonces, Rom sospechaba que sería ya demasiado tarde para dar media vuelta.
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