Mi nombre es Thrall. En la lengua de los humanos significa «esclavo» y, como la historia que hay tras este nombre es larga, es mejor dejarla para otra ocasión. Por la gracia de los espíritus y la sangre de los héroes que corre por mis venas, he llegado a ser el Jefe de Guerra de mi gente, los orcos, y el líder de un grupo de razas conocido como la Horda. Cómo llegué a serlo, es otra historia también. De la que quería hablarles ahora, antes de que aquéllos que la vivieron pasen a morar con los honorables ancestros, es de la historia de mi padre, de los que creyeron en él y de los que lo traicionaron, no solo a él, sino a toda nuestra gente.
Lo que hubiera sido de nosotros si estos eventos no se hubieran desarrollado, no podría decirlo ni el sabio chamán Drek’Thar. Los caminos del Destino son muchos y muy variados, y ningún ser en su sano juicio debería aventurarse nunca en la aparentemente atractiva premisa del “ojalá”. Lo pasado, pasado está; mi gente debe asumir tanto la vergüenza como las glorias de nuestras decisiones.
Ésta no es la historia de la Horda tal y como la conocemos hoy en día, una organización poco rígida formada por orcos, tauren, renegados, trolls y elfos de sangre, sino de cómo se creó la primera Horda. Su nacimiento, como cualquier otro, estuvo marcado por la sangre y el dolor, y sus violentos gritos por vivir significaron la muerte de sus enemigos…
Tan fatídica y violenta historia empieza de una forma bastante pacífica, entre los ondulados valles y colinas de una tierra verde llamada Draenor…
* * *
El constante ritmo de los tambores, como un latido del corazón, arrullaba a los orcos más jóvenes y los ayudaba a dormir, pero Durotan del clan de los Frostwolf estaba completamente despierto. Yacía con los otros en el duro y sucio suelo de la tienda dormitorio. Un generoso relleno de paja y una gruesa piel de uñagrieta lo protegían de un frío capaz de helar los huesos. Aun así, sentía cómo las vibraciones de los tambores pasaban desde la tierra hasta su cuerpo, y sus oídos eran acariciados por el sonido ancestral. ¡Cómo deseaba salir fuera y unirse a ellos!
Durotan tendría que esperar otro verano antes de que pudiera participar en el Om ’riggor, el ritual para convertirse en adulto. Hasta ese evento tan esperado, tendría que aceptar ser apartado junto con el resto de niños dentro de esta larga tienda colectiva, mientras los adultos se sentaban alrededor del fuego y hablaban sobre cosas que eran indudablemente misteriosas e importantes.
Suspiró y se movió en el pellejo. No era justo.
Los orcos no se enfrentaban entre ellos, pero tampoco eran particularmente sociables. Cada clan se cercaba en sí mismo, mantenía sus propias tradiciones, estilos y maneras de vestir, historias y chamanes. Incluso había dialectos tan diferentes que muchos orcos no podían entenderse si no era hablando la lengua común. Parecían casi tan diferentes los unos de los otros como la otra raza inteligente con la que compartían las riquezas de los campos, bosques y arroyos, los misteriosos draenei de piel azul. Sólo dos veces al año, en primavera y en otoño, todos los clanes de los orcos se reunían como lo estaban haciendo ahora para honrar aquel momento en el que el día y la noche eran igual de largos.
El festival dio comienzo oficialmente el día anterior, justo con la salida de la luna, aunque los orcos llevaban ya varios días acudiendo a este lugar. El Kosh ’harg se celebraba en este lugar sagrado de la tierra de los orcos, el Nagrand, la “Tierra de los Vientos”, a la sombra de la benevolente “Montaña de los espíritus”, el Oshu’gun, desde hacía tanto tiempo que nadie era capaz de recordarlo. Mientras que los retos rituales y los combates eran comunes durante el festival, la verdadera ira o violencia nunca había llegado a explotar. Cuando los temperamentos se desbordaban, como en ocasiones pasaba cuando había demasiados orcos reunidos juntos, el chamán animaba a las partes involucradas a solucionarlo pacíficamente o a abandonar el área sagrada.
La tierra en este lugar era exuberante, fértil y tranquila. Durotan se preguntaba, a veces, si era así de tranquila por la voluntad de los orcos de traer la paz aquí o si los orcos se mostraban aquí tranquilos por la paz que transmitía la zona. Solía preguntarse ese tipo de cosas, pero no oía nunca a nadie verbalizar ese tipo de ideas.
Durotan suspiró con tranquilidad, pensativo, su corazón latía al ritmo de los tambores que sonaban en el exterior. La noche anterior había sido maravillosa, muy emotiva para Durotan. Cuando la Blanca Dama despejó la oscura línea de árboles, en su fase menguante pero lo suficientemente brillante como para emitir una potente luz que se reflejó en los mantos de nieve, una ovación estalló de las gargantas de los miles de orcos allí reunidos, sabios ancianos, jóvenes guerreros e incluso niños en los fuertes brazos de sus madres. Los lobos, al mismo tiempo compañeros y monturas de los orcos, disfrutaron del momento con exultantes aullidos. Este sonido estremeció a Durotan de la misma forma que los tambores lo habían hecho, un profundo y primitivo saludo al astro blanco que comandaba los cielos nocturnos. Durotan miró a su alrededor y contempló un mar de poderosos seres alzando sus manos marrones, que parecían plateadas por la luz de la luna, todos con la misma idea. Si algún ogro hubiese sido lo suficientemente tonto como para atacar, hubiera caído en menos de un latido bajo las armas de este vasto mar de convencidos guerreros.
Luego llegó la fiesta. Docenas de animales habían sido cazados a principios de la pasada estación, antes de la llegada del invierno, secados y ahumados, listos para el evento. Habían sido prendidas hogueras; su cálida luz se fusionaba con el resplandor de la luna, y los tambores habían comenzado a sonar sin descanso desde entonces.
Durotan, acostado sobre su pellejo de uñagrieta como el resto de niños, resoplaba con desaprobación porque sólo le permitieron permanecer en el banquete hasta saciarse de comida y hasta que el chamán se fue. Una vez terminada la fiesta de apertura, el chamán de cada clan se dirigía hasta el Oshu ’gun, que velaba cuidadosamente por sus fiestas, y entraba en sus cavernas para recibir el asesoramiento de los espíritus y ancestros.
Oshu’gun tenía un aspecto impresionante, aun desde la lejanía. A diferencia de otras montañas, que eran irregulares y encrespadas, Oshu ’gun se elevaba desde el suelo como una precisa y afilada punta de lanza. Parecía como un gigante de cristal puesto en la tierra, tan limpio en sus líneas y tan brillante bajo la luz del sol y de la luna. Algunas leyendas contaban que había caído del cielo cientos de años atrás y, como era una montaña tan inusual, Durotan pensaba que esas leyendas podían ser verdad.
Aunque Oshu’gun parecía ser muy interesante, Durotan siempre pensó que era muy injusto que el chamán tuviera que abandonar el festival Kosh ’harg para ir allí. Pobre chamán, pensó, se pierde toda la diversión. Pero los niños también, pensó de nuevo receloso.
Durante el día se llevaban a cabo cacerías, juegos y se contaban las heroicidades de los ancestros. Cada clan tenía sus propias historias y, por lo tanto, además de los cuentos familiares, Durotan había escuchado, como un jovenzuelo, nuevas y emocionantes aventuras.
Aunque eran entretenidas y disfrutaba enormemente de ellas, Durotan ardía en deseos de conocer lo que los adultos discutían mientras los niños descansaban en la tienda dormitorio, después de haber llenado sus estómagos con exquisitos manjares, fumado de las pipas y compartido diferentes brebajes.
No podría aguantar allí mucho más tiempo. En silencio, Durotan se incorporó, sus oídos atentos a cualquier sonido que indicase que alguien más estuviera despierto. No oyó nada y, después de un largo minuto, se puso en pie y empezó a moverse hacia la entrada.
Fue una larga y lenta progresión por la oscuridad de la tienda. Había niños de todas las edades y tamaños durmiendo por toda la tienda, y cualquier movimiento en falso podía despertarlos. Su corazón latía acelerado por la emoción; Durotan caminaba con cuidado entre las formas que vagamente vislumbraba, colocando cada uno de sus enormes pies con la delicadeza de un ave de largas patas en un pantano.
Parecía haber pasado una eternidad hasta que Durotan alcanzó finalmente la puerta. Se detuvo, tratando de calmar su respiración, y extendió el brazo para salir…
Entonces tocó una grande y lisa piel que estaba junto a él. Recogió la mano al tiempo que silbaba de sorpresa.
—¿Qué estás haciendo? —susurró Durotan.
—¿Qué estás haciendo tú? —contestó el otro orco. Al momento, Durotan sonrió de lo idiotas que ambos sonaban.
—Lo mismo que tú —respondió Durotan en voz baja todavía. Todo porque los otros seguían durmiendo—. Podemos seguir hablando de ello o hacerlo.
Por el tamaño de la tenue forma que se encontraba frente a él, Durotan podría pensar que se trataba de un macho grande, de su misma edad, probablemente. No podía reconocer ni su olor ni su voz, por lo que no se trataba de alguien del clan Frostwolf. Fue un pensamiento atrevido, no sólo por hacer algo tan prohibido como salir de la tienda dormitorio sin permiso, sino por hacerlo en compañía de un orco de otro clan.
El otro orco vaciló por un momento, los mismos pensamientos debían de atravesar su cabeza.
—Muy bien —dijo finalmente—. Vamos a hacerlo.
Durotan extendió el brazo de nuevo a través de la oscuridad, sus dedos rozaron la piel de la puerta y agarraron su borde. Los dos jóvenes orcos apartaron la puerta y salieron a la gélida noche.
Durotan volvió a mirar a su compañero. El otro orco tenía la piel más oscura que la suya y parecía un poco más alto. Durotan era el más alto de su edad en su clan y no estaba acostumbrado a que otros fueran más altos que él. Era algo un poco inquietante. Su compañero de travesuras se giró hacia él, y Durotan se sintió observado. El otro asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho con lo que estaba viendo.
No se arriesgaron a hablar. Durotan señaló hacia un gran árbol cercano a la tienda y ambos fueron hacia allí en silencio. Por un momento, que probablemente no fue tan largo como a él le pareció, estaban fuera, arriesgándose a que cualquier adulto girase la cabeza y los pudiera ver, algo que no pasó. Durotan se sintió tan expuesto como si estuviera bajo la luz del sol, porque la luz de la luna era muy luminosa al reflejarse sobre la nieve cristalina. Además, el crujido de sus pies sobre la nieve sonaba tan fuerte como el bramido de un ogro enfurecido. Pero por fin llegaron al árbol y se sentaron tras él. Durotan respiró aliviado cuando llegaron. El otro orco se volvió hacia él y sonrió.
—Soy Orgrim, del linaje de Telkar Doomhammer, del clan Blackrock —susurró el joven orgulloso.
Durotan se quedó impresionado. Aunque la familia de los Doomhammer no era una familia de jefes, era muy conocida y honrada.
—Yo soy Durotan, de linaje de Garad, del clan Frostwolf —respondió Durotan. Fue el turno de Orgrim para reaccionar ante el hecho de estar sentado con el heredero de otro clan. Asintió con la cabeza.
Durante un momento permanecieron sentados, deleitándose en la gloria de su atrevimiento. Durotan comenzó a sentir cómo el frío y la humedad se filtraban a través de su gruesa capa de piel y se puso en pie. Se volvió y señaló hacia la reunión y Orgrim asintió. Se asomaron con cuidado tras el árbol, intentando escuchar aquellos misterios que siempre habían ansiado conocer. Y así fue como, mientras la hoguera crepitaba y los tambores sonaban, que las voces llegaron flotando hasta ellos.
—Los chamanes han estado muy ocupados este invierno con las fiebres —dijo el padre de Durotan, Garad. Se agachó y acarició al enorme lobo blanco que estaba dormitando cerca del fuego. La bestia, con el característico pelaje blanco de los Frostwolf, emitió un ligero canturreo de placer—. Tan pronto como uno de los jóvenes se cura, otro cae enfermo.
—Yo estoy listo para la primavera —dijo otro que estaba de pie y tiraba más leña al fuego—. Ha sido duro con los animales, también. Cuando nos estábamos preparando para el festival, tuvimos dificultades para encontrar uñagrietas.
—Klaga hace una deliciosa sopa con sus huesos, pero se niega a decirnos qué hierbas utiliza — dijo un tercero mientras miraba a una hembra que amamantaba a un bebé. La hembra en cuestión, presumiblemente Klaga, se echó a reír.
—La única que conocerá esa receta será esta pequeña orco al cumplir la mayoría de edad — contestó Klaga riendo.
Durotan estaba boquiabierto. Se giró para mirar a Orgrim, que estaba igual de sorprendido que él. ¿Éstos eran los temas tan importantes y secretos por los que prohibían a los niños salir de la tienda? ¿Conversaciones sobre fiebres y sopas?
Bajo la brillante luz de la luna, Durotan no tuvo ningún problema para ver la cara de Orgrim. La cara del otro orco expresaba el mismo sentimiento.
—Podemos encontrar algo más interesante que esto, Durotan —dijo con un tono suave, pero ronco a la vez.
Durotan sonrió y asintió. Estaba seguro de eso.
* * *
El festival duró dos días más. Durante el día y durante la noche, cuando se escapaban juntos, se retaban con diferentes pruebas de habilidad. Quién era más rápido, escalaba mejor o tenía más fuerza, todo lo que se les ocurría. Uno y otro se alternaban las victorias como si hubieran planeado turnos. Entonces, el último día, Orgrim retó a Durotan a un quinto desafío para romper el empate. Algo dentro de Durotan le hizo hablar.
—Dejemos a un lado los desafíos normales y corrientes —dijo Durotan, preguntándose de dónde procedían esas palabras aunque había sido él quien las había pronunciado—. Hagamos algo verdaderamente diferente en la historia de nuestro pueblo.
Los radiantes ojos grises de Orgrim brillaron mientras se inclinaba hacia delante.
—¿Qué sugieres que hagamos?
—Seamos amigos, tú y yo.
Orgrim se quedó completamente pasmado.
—Pero… ¡no somos del mismo clan! —dijo con una voz que parecía indicar que Durotan había propuesto amistad entre un imponente lobo negro y un dulce talbuk.
Durotan movió la mano como restando importancia.
—No somos enemigos —dijo—. Mira a tu alrededor. Los clanes se reúnen dos veces al año y no hay nada malo en ello.
—Pero… mi padre dice que es precisamente porque se unen tan pocas veces que la paz se mantiene —continuó Orgrim. Su frente se arrugó de preocupación.
La decepción tiñó de amargura las palabras de Durotan.
—Muy bien. Pensé que serías más valiente que el resto, Orgrim de los Doomhammer, pero no eres mejor que ellos, tímidos y poco dispuestos a ver más allá de lo que se ha hecho siempre y de lo que es posible hacer.
Las palabras habían salido de su corazón pero, aunque las hubiera pensado y perfeccionado durante semanas, no podría haberlas escogido mejor. El rostro moreno de Orgrim se enrojeció y entonces parpadeó.
—¡No soy ningún cobarde! —gruñó—. ¡Soy capaz de responder a cualquiera de tus desafíos, presuntuoso Frostwolf!
Fue entonces cuando se abalanzó hacia Durotan, lo hizo caer hacia atrás y empezaron a golpearse el uno al otro hasta que tuvo que venir un chamán para curarlos y recordarles lo inapropiado que es pelear en un lugar sagrado.
—Muchacho impetuoso —reprendió al chamán jefe de los Frostwolf, una anciana mujer orco a la que llamaban «Madre Kashur»—. ¡Eres demasiado mayor como para andar peleando como un niño desobediente, joven Durotan!
El chamán que atendía a Orgrim murmuró unos similares sonidos de desaprobación. Pero incluso sangrando vastamente por la nariz y mientras observaba cómo el chamán curaba la herida en el torso marrón de Orgrim, Durotan sonrió. Orgrim captó su mirada y también le sonrió.
El desafío había empezado, el reto final, mucho más importante que ninguna carrera o levantamiento de piedras, y ninguno estaba dispuesto a darse por derrotado… como para decir que la amistad entre dos jóvenes de diferentes clanes estaba mal. Durotan tenía la sensación de que este desafío en particular solamente tendría final cuando uno de los dos muriera… y tal vez ni siquiera entonces.
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