-Es fuerte de mente, de cuerpo y de alma… – Habló una voz poderosa y agresiva dentro de la cabeza de Rhonin.
-Una cualidad admirable… en otros tiempos. – Respondió una segunda voz más calmada, pero similar a la primera.
-La verdad se sabrá.- Insistió el primero. -Nunca he fallado en hacer que eso pase.-
Rhonin parecía que flotaba fuera de su cuerpo, pero hacia dónde, el mago no lo sabía. Se sentía como si estuviera entre la vida y la muerte, entre el sueño y la vigilia, la oscuridad y la luz… nada parecía absolutamente bueno ni malo.
-¡Basta!- Intervino una tercera voz un poco familiar para él. -¡Él ya ha pasado por muchas cosas! Regrésenlo a mí… por ahora. –
Y repentinamente Rhonin despertó en el claro de Cenarius.
El sol brillaba en sus cabezas, aunque el humano no distinguía si eso era en realidad el medio día o simplemente un truco del lugar encantado. Rhonin intentó ponerse de pie, pero como antes, su cuerpo no le obedecía. Escuchó un movimiento y de pronto el cielo se cubrió con el aspecto cornamentado del señor del bosque.
-Eres fuerte, Rhonin el mago.- Rugió Cenarius. – Sorprendiste a alguien que no es fácil de sorprender… y aún más, mantuviste tus secretos, aunque eso puede ser insensato a la larga.-
N…No hay nada… que pueda… decirte.- Dijo Rhonin sorprendido de que su boca pudiera moverse.
-Eso está por verse. Sabremos lo que le sucedió a tu compañero. Y por qué ustedes que no deberían, están aquí. – El semblante del semidiós se suavizó. – Pero por ahora, te dejaré descansar, es lo menos que mereces.-
Movió su mano frente al rostro de Rhonin… y el mago se durmió.
****
Al mismo Krasus le hubiese gustado saber la respuesta de dónde se encontraban exactamente. La caverna en la que ahora él estaba no le despertaba ningún recuerdo. No podía sentir la presencia de ninguna otra criatura, ni siquiera de los de su propia raza, y eso le preocupaba. ¿El guardián lo había traído a este lugar sólo para deshacerse de él? ¿Pretendía que Krasus muriera allí?
Lo último significaba un verdadero peligro. El dolor y el agotamiento continuaron asolando la desgarbada figura del dragón mago. Krasus sentía como si alguien le hubiera arrancado una parte. Su memoria continuaba fallando y temía que sus malestares sólo empeorarían con el tiempo… tiempo que no tenía.
-¡No! ¡No caeré en la desesperación! ¡No yo!- Se obligó a ponerse de pie y miró alrededor. Tanto como para un humano como para un orco la caverna no hubiera sido más que una espesa negrura, pero Krasus pudo observar el interior casi tan bien como si la luz del sol brillara en ella. Podía ver las enormes estalactitas y estalagmitas dentadas, era capaz de identificar cada grieta y fisura a lo largo de las paredes, y observar incluso a los pequeños lagartos ciegos entrando y saliendo de las grietas más pequeñas. Desafortunadamente, no pudo ver ninguna salida.
-¡No tengo tiempo para este tipo de juegos!- Gritó al aire. Sus palabras se transformaron en un eco creciente que parecía burlarse con cada repetición.
Estaba olvidando algo. Seguramente estaba en ese lugar por alguna razón.
¿Pero cuál?
Entonces Krasus recordó las costumbres de los de su especie, costumbres que para aquellos que no son dragones, podrían ser crueles.
En su rostro se dibujó una sombría sonrisa.
Enderezándose, el dragón mago encapuchado se volvió lentamente en un círculo, sin parpadear una vez. Al mismo tiempo, comenzó a recitar un ritual de saludo en la lengua más antigua que el mundo. Repitió el saludo tres veces haciendo énfasis en los matices, como podrían sólo aquellos que habían aprendido el lenguaje desde el origen.
Si esto no atraía la atención de sus captores, entonces nada podría hacerlo.
-Habla la lengua de los que crearon los cielos y la tierra. – Proclamó uno. – Aquéllos que nos dieron la vida.- Debe ser uno de nosotros. – Dijo otro. – Por esto, seguramente, no es uno de ellos.-
-Debemos saber más.-
Y repentinamente desde el aire vacío se materializaron alrededor de la pequeña figura. Cuatro gigantescos dragones rojos sentados alrededor de Krasus con sus enormes alas plegadas hacia atrás de una manera solemne. Miraron al mago como si fuera un pequeño pero sabroso bocado. Si pensaban que impresionaría sus supuestos sentidos primitivos, habían fallado nuevamente.
-Definitivamente es uno de nosotros.- Murmuró un macho fuerte, con una gran cresta. Resopló enviando bocanadas de humo en dirección a Krasus.
-Y esss por eso que lo traje.- Señaló amargamente un macho más pequeño.
-Eso… y sussss incesantes quejas. –
Muy a gusto rodeado por el humo, Krasus se volvió al segundo macho.
-¡Si tuvieras el sentido que el creador te dio, deberías haberme conocido inmediatamente por lo que soy y la urgencia de mi advertencia! Además podríamos haber evitado esa caótica retirada del reino del Señor del Bosque.
-¡Aún no estoy seguro si es que no cometí un error trayéndote a este lugar!- ¿Y dónde estamos?-
Los cuatro dragones inclinaron sus cabezas hacia atrás con ligera sorpresa.
-Si tú eres uno de nosotros, entonces deberías conocerlo tan bien como conoces tu nido… – Dijo una de las dos hembras.
Krasus maldijo su aturdida memoria. Este podría ser sólo un lugar.
-¿Entonces estoy en las cavernas del origen? ¿Estoy en el reino de la amada Alexstrasza, Reina de la Vida?
-Tú quisiste venir a este lugar.- Le recordó el macho pequeño.
-La pregunta persiste.- Agregó la segunda hembra, más joven y elegante que el resto.
-¿Vienes de muy lejos?- Él va tan lejos como desea.- Intervino una nueva voz. -Pero si puedes, respóndeme una simple pregunta.-
Los cuatro leviatanes y Krasus se volvieron al lugar donde repentinamente un quinto dragón, mucho más maduro, se sentó. A diferencia de los otros dos machos, éste tenía una cresta impresionante que lo cubría desde la cabeza hasta más abajo de sus hombros. Superaba con creces al segundo dragón más grande, por muchas toneladas, y sus garras eran más largas que la pequeña figura parada en medio de los gigantes. Pero a pesar de su inmensa forma y clara dominancia, sus ojos eran agudos y llenos de sabiduría. Él, más que ningún otro, decidiría si el viaje de Krasus tendría éxito.
-Si eres uno de nosotros, a pesar del disfraz que usas, debes saber quién soy yo.- Proclamó el dragón.
El mago luchó contra sus andrajosos recuerdos. Por supuesto que sabía quién era, pero no podía recordar el nombre. Su cuerpo se tensó y su sangre comenzó a hervir mientras luchaba con la niebla de su mente. Krasus sabía que si no le hablaba al gigante por su nombre sería rechazado por siempre, y nunca podría advertir a su raza del posible peligro que significaba su presencia en esa época.
Y entonces, con un esfuerzo titánico, el nombre que debería conocer tan bien como el suyo brotó de sus labios.
-Tú eres Tyranastrasz. Tyran el Erudito. ¡Primer… consorte de Alexstrasza!-
El orgullo al recordar el nombre y el título del gigante carmesí debió ser notorio, pues Tyranastrasz soltó un sonido similar a una risa humana.
-En realidad eres uno de nosotros, ¡Pero aún no puedo creerte! El que te trajo me ha dado tu nombre, pero claramente está equivocado, porque entre nosotros, un nombre es otorgado a uno, y sólo a uno.
-No hay errores.- Instó el dragón mago. – Y puedo explicarte por qué.-
El consorte de Alexstrasza agitó su poderosa cabeza. Una pizca de humo se escapó de sus fosas nasales.
-La explicación que le has dado al pequeño, ha sido transmitida a nosotros… ¡Y es muy asombrosa para ser cierta! Lo que dices recae en el reino del Atemporal, Nozdormu, ¡Pero él no sería tan imprudente para hacer lo que nos has mostrado!- Está claro que está confundido.- Dijo el vigilante del bosque. – Es uno de nosotros, te lo garantizo, pero herido por un accidente o algún aparato.- Tal vez. – Tyranastrasz sorprendió a los otros dragones al bajar su cabeza hasta el suelo justo delante de Krasus.
-¡Pero por conocerme has respondido a mi pregunta, eres del vuelo y por eso tienes el derecho y privilegio de entrar en lo más profundo de este aposento! ¡Ven, te llevaré con alguien que resolverá este asunto, alguien que conoce a todo su vuelo como conoce a todos sus hijos! Ella te reconocerá y, por lo tanto, reconocerá la verdad. –
-¿Me llevarás con Alexstrasza?-
-Ninguna otra. Trepa a mi cuello, si eres capaz.-
Aún con su debilidad física, Krasus se las arregló para trepar. No se animaba sólo porque había encontrado ayuda… sino que también por la oportunidad de ver a su amada una vez más, aunque, después de todo, no lo reconociera.
El gran dragón llevó a Krasus a través de largos túneles y cámaras que le deberían haber sido familiares, pero no lo fueron. Entre antes y ahora, algunas pistas en su memoria se agitaban, pero no lo suficiente como para satisfacer al mago. Aun cuando se cruzaban con otros dragones, ninguno le parecía familiar a Krasus, quien alguna vez había conocido a todos los del Vuelo Rojo.
Deseó haber estado despierto cuando el guardián lo llevó a ese lugar. Los alrededores del dominio del Vuelo Rojo podrían haber encendido sus recuerdos. Además, ¿Qué vista más gloriosa podía existir que ver a los dragones en la cima de su reinado? Contemplar una vez más las imponentes y altas montañas, cientos de grandes orificios en cada acantilado, una de las antiguas entradas al reino de Alexstrasza. Pasaron incontables siglos desde esa vez y Krasus.
-Tal vez si logro convencerla…me lleve a ver la tierra de los dragones una última vez…antes de que decida qué hacer conmigo.-
La enorme figura de Tyranastrasz se movía sin esfuerzo por los altos y pulidos túneles. Y Krasus sintió una punzada de celos, por estar a punto de hablar con su amada, y tener que hacerlo con ese cuerpo miserable y mortal. Él amaba grandemente a las razas menores y disfrutaba pasar tiempo entre ellas, pero ahora cuando su existencia pendía de un hilo, Krasus hubiera preferido su forma verdadera.
Un brillante pero agradable resplandor apareció repentinamente sobre ellos. El brillo rojizo reconfortaba a Krasus por dentro y por afuera a medida de que se acercaban y lo hacía pensar en su infancia de aprendizaje y crecimiento, tanto en el cielo como en la tierra. Recuerdos fugaces de su vida bailaron en su cabeza y, por primera vez desde su llegada a esta época, el dragón mago se sintió él mismo.
Fueron a la boca de la vasta cueva que era la fuente del magnífico esplendor. Arrodillado en la entrada, Tyranastrasz inclinó su cabeza y proclamó:
– Con tu permiso, mi amor, mi vida.- Siempre.- Respondió una voz tan delicada como poderosa. – Siempre para ti.-
Una vez más Krasus sintió celos, pero él sabía que la que había hablado lo había amado a él tanto como amaba al leviatán sobre el que había montado. La Reina de la vida tenía mucho amor, no sólo para sus consortes, sino que para todo su vuelo. Verdaderamente, ella amaba a todas las criaturas del mundo, aunque ese amor no impedía que destruyera a aquellos que, de alguna manera, amenazaran al resto.
Y esa fue una cosa que Krasus olvidó deliberadamente mencionarle a Rhonin.
Krasus se había percatado de que una manera de prevenir cualquier daño en la línea temporal era eliminar a aquellos objetos que estaban dónde se suponía que no debían estar. Para que la historia no empeorara, Alexstrasza tendría que matarlos a los dos, a él y al mago humano.
Mientras Tyranastrasz y él entraron, todos los pensamientos sobre qué podría ocurrirle se desvanecieron, a medida que contemplaba aquélla que por siempre comandaría su corazón y su alma.
La maravillosa luz que penetraba cada esquina y cada grieta de la gran cámara radiaba de la mismísima brillante y roja dragona. Alexstrasza era la más colosal de su especie, doblaba el tamaño del titán en cual Krasus había montado. Sin embargo, una dulzura inherente podía ser detectada de la enorme constitución, más aún cuando el mago estaba mirando la Reina de la Vida delicadamente mientras movía un frágil huevo del calor de su cuerpo a un respiradero de humo, donde lo acomodó de forma segura.
Estaba rodeada de huevos, huevos y mucho más. Los huevos eran su última nidada, una abundante. Cada uno medía un pie de altura, grande para la mayoría, pero pequeño comparado con aquella que los había puesto.
Krasus contó tres docenas. Sólo alrededor de la mitad eclosionaría, y sólo la mitad de ellos sobreviviría a la adultez. Pero así era la vida de los dragones, un duro comienzo anunciaba una vida de gloria y maravilla.
Enmarcando la imagen, había una gama de plantas en flor que no habrían sido capaces de existir en tales condiciones y especialmente bajo tierra. Había enredaderas que trepaban las paredes y extensas alfombras de flor púrpura. Lirios dorados decoraban el área del nido, y rosas y orquídeas cubrían el área en donde la misma Alexstrasza descansaba. Cada planta florecía fuerte, alimentada por la gloriosa presencia de la Reina de la Vida. Un arroyo de aguas cristalinas fluía a través de la caverna, y pasaba al alcance de las fauces de la dragona, por si es que requería tomar un sorbo en cualquier momento. El murmullo tranquilo del subterráneo se sumaba a la tranquilidad de la escena.
La montura de Krasus inclinó su cabeza para que así su pequeño jinete pudiera desmontar. Sin dejar de mirar a Alexsrtasza, el dragón mago pisó el suelo de la caverna y se arrodilló.
-Mi reina…-
Pero ella miró al gran macho que había traído a Krasus.
-Tyranastrasz… ¿Nos podrías dejar a solas un momento?-
Sin decir una palabra el gigante volvió a salir de cámara. La Reina de la vida cambió su mirada a Krasus, pero no dijo nada. Arrodillado frente a ella, él esperaba alguna señal de reconocimiento, aún sin recibir ninguna.
Incapaz de mantener su silencio por más tiempo, Krasus jadeó:
-Mi reina, mi mundo ¿Puede ser que tú, de entre todos los seres, que no me reconozcas?-
Ella lo estudio a través de sus parpados entrecerrados antes de responder.
-Yo conozco esta sensación, y sé lo que siento, y por tanto he tomado la historia que has contado bajo seria consideración. Ya he decidido qué debe hacerse, pero primero, hay alguien que debe conocer esta situación, pues su juicio augusto es tan importante para mí como lo es el mío. ¡Ahhh! ¡Aquí viene!-
Desde otro pasaje emergió un macho adulto sólo un poco más pequeño que Tyranastrasz. El recién llegado se movía con dificultad, como si cada paso fuera un pesado trabajo. Enorme, con escamas carmesíes descoloridas y ojos cansados, al comienzo parecía mucho mayor que un consorte de Alexstrasza, hasta que el mago se dio cuenta de que no era la edad lo que aquejaba a este dragón, sino que alguna enfermedad desconocida.
-¿Me… llamaste, mi Alexstrasza?-
Y cuando Krasus escuchó al debilitado gigante hablar, su mundo se volvió de cabeza nuevamente. Tambaleó sobre sus pies, alejándose del macho con gran consternación.
La Reina de la Vida notó rápidamente su reacción, aun cuando su mirada, en mayor parte, permanecía en el recién llegado.
-Solicité tu presencia aquí, sí. Perdóname si el esfuerzo te tensa demasiado.- No hay… nada que no haría por ti, mi amor, mi mundo.-
Ella indicó al mago, quien aún estaba como si un rayo lo hubiese alcanzado.
-Este es. ¿cómo te haces llamar? –
-Kor… Krasus, mi reina, Krasus.-
-¿Krasus? Entonces es Krasus. –
Su tono dejó entrever diversión ante la repentina elección de los nombres en ese momento. Ella se volvió nuevamente al enfermo leviatán:
– Y este, Krasus, es uno de mis más amados, mi consorte más reciente, y uno a quien ya acudo como guía. Siendo uno de nosotros, debes haber oído de él. Su nombre es Korialstrasz.-
En el sinuoso camino forestal en el que cabalgaban, Malfurion finalmente llegó a creer que habían perdido cualquier posible persecución. Había escogido una ruta que conducía sobre rocas y otras superficies en donde lo sables de la noche dejarían pocas huellas, con la esperanza de que cualquiera que los siguiera, pronto cabalgara en la dirección equivocada. Significaba demorarse más tiempo en llegar al lugar en el que siempre se reunía con Cenarius, pero Malfurion decidió que tomar esa precaución, era necesario. Aún no sabía lo que el Señor del Bosque pensaría al escuchar lo que su discípulo había hecho.
A medida que se acercaban al lugar de encuentro, Malfurion disminuyó la marcha de su sable. Y de una manera más desaliñada, Brox hizo lo mismo.
– ¿Nos detenemos?- Gruñó el orco, mirando a su alrededor y viendo nada más que árboles. – ¿Aquí?- Casi. Sólo unos pocos minutos más. El roble pronto debería estar a la vista.-
A pesar de estar tan cerca de su meta, el elfo de la noche se puso más nervioso.
Una vez pensó que había sentido ojos observándolo, pero cuando miró, vio solamente el bosque en calma. Comprender que su vida había cambiado para siempre seguía agitándolo. Si la Guardia Lunar lo reconocía, corría el riesgo de ser rechazado; el más horrible castigo que podría ser aplicado a un elfo de la noche además de la muerte. Su pueblo se volvería contra él, y sería marcado como muerto a pesar de seguir respirando. Nadie se relacionaría con él ni menos buscaría su mirada.
Ni siquiera Tyrande o Illidan.
El sólo había empeorado sus crímenes al dejar que los cazadores se enfrentaran a la demoníaca criatura, algo que Brox había llamado “manáfago”. Si el manáfago había herido o matado a cualquiera de los que lo perseguían, Malfurion quedaría sin esperanzas de arreglar su situación… y, para hacer el asunto peor, sería responsable de la pérdida de vidas inocentes. Pero, ¿Qué más podría haber hecho? La única otra opción hubiera sido haberse involucrado en llevar a Brox de vuelta a la Guardia Lunar…y eventualmente al Bastión Cuervo Negro.
El roble apareció repentinamente delante, y le dio a Malfurion la oportunidad de no vivir más, por el momento, en sus crecientes problemas. Para cualquiera, el árbol hubiera sido simplemente un árbol cualquiera, pero para Malfurion, era un antiguo centinela, uno de los que más había servido a Cenarius. Este árbol, alto, de tronco grueso, y con una corteza muy arrugada, había visto al resto del bosque crecer una y otra vez. Lo había sobrevivido a otros incontables de su especie y había presenciado miles de generaciones de vidas animales fugaces.
Conoció a Malfurion a medida de que se acercaba, las hojas de la amplia corona se agitaron perceptiblemente a pesar de la falta de viento. Este era el antiguo lenguaje de todos los árboles, y el elfo de la noche se sintió honrado de que Cenarius tempranamente le hubiera enseñado a comprenderlo.
-Brox… debo pedirte un favor.- Te debo mucho. Dime.-
Apuntando al roble, Malfurion dijo: -Desmonta y ve a ese árbol. Toca con la palma de tu mano el tronco en la parte donde veas un área nudosa de la corteza.-
El orco no tenía idea de por qué le había pedido eso a él, pero como había sido Malfurion quien se lo había pedido, obedeció inmediatamente. Brox le entregó las riendas al elfo de la noche y recorrió el camino hacia el centinela.
El gran guerrero miro de cerca el tronco, y luego plantó una mano carnosa en el lugar que Malfurion le había indicado.
Volviendo su cabeza para mirar atrás a su compañero, el orco dijo:
-¿Y qué hago a…?-
Dejó salir un gruñido de sorpresa cuando su mano se hundió en la corteza como si ésta última se hubiese convertido en lodo. Brox casi tiró el miembro del árbol hacia afuera, pero Malfurion rápidamente le ordenó que permaneciera ahí.
-¡No hagas absolutamente nada! ¡Está aprendiendo de ti! Sentirás un hormigueo en tu mano, pero eso es todo.-
Lo que no le explicó fue que ese hormigueo significaba que pequeñas raíces desde dentro del guardián ahora penetrarían la carne del orco. El roble estaba aprendiendo de Brox convirtiéndose, aunque por muy poco tiempo, en una parte de él. La planta y el animal entrelazados. El roble siempre recordaría a Brox, sin importar cuantos siglos pudieran pasar.
La vena en el cuello del orco palpitaba con locura, como signo de una creciente ansiedad. Pero para su mérito, Brox se quedó tan quieto como el roble, con sus ojos siempre fijos en el lugar donde su mano había desaparecido.
Repentinamente el retrocedió un paso, la extremidad lo soltó casi tan abruptamente como lo había tomado. Brox inmediatamente flexionó la mano, probando los dedos y seguramente contándolos.
-El camino está abierto para nosotros ahora. – Proclamó Malfurion.
Cuando Brox montó nuevamente, el elfo de la noche condujo el camino más allá del roble. Cuando pasaron por el centinela, Malfurion sintió un sutil cambio en el aire. Sólo aquellos a los que Cenarius les permitía ir a él, encontrarían el camino más allá de los centinelas.
Las diferencias en los alrededores se hicieron más notorias a medida que la pareja avanzaba en su viaje.
Una brisa refrescante los enfrió. Las aves saltaban y cantaban en los árboles que los rodeaban. Los mismos árboles se mecían alegremente, saludando al elfo de la noche especialmente, ya que podía entenderlos. Una sensación de comodidad los cubrió a ambos, a tal punto que Malfurion incluso captó un indicio de sonrisa en el rudo semblante del orco.
Una barrera de un denso bosque obstruyó abruptamente el camino. Brox miró a Malfurion, quien le indicó que no debían desmontar. Después de que hubieran hecho eso, Malfurion guió al orco a través de un estrecho camino a pie entre los árboles, que no era visible a primera vista. Ellos siguieron ese camino por algunos minutos antes de detenerse afuera de una generosa e iluminada zona abierta, cubierta de hierba alta y suave, y altas y brillantes flores.
El claro del Señor del Bosque.
Pero la figura rodeada por el anillo de flores en el centro del claro nunca podría haber sido una equivocación de Cenarius. Sentado en el centro del anillo, saltó al ver al par y sus ojos extraños se fijaron en Brox, como si supiera exactamente qué era el orco.
-Tú… – Murmuró el extraño al guerrero de piel verde. – Tú no deberías estar aquí…- Brox confundió el sentido del comentario.
-Yo vine con él, mago… y no necesito tu autorización.-
Pero la figura de cabello de fuego, que Malfurion no podía reconocer aún a qué raza pertenecía, agitó su cabeza y avanzó hacia el orco sólo para vacilar al borde del anillo. Con una curiosa mirada a las flores, que como respuesta lo miraron como si ahora lo estudiaran, el extraño encapuchado soltó:
-¡Este no es tu tiempo! ¡Tú no deberías existir aquí!-
Levantó su mano en lo que pareció una postura amenazadora para el elfo de la noche. Al recordar el uso de la palabra «mago” de parte de Brox, Malfurion rápidamente preparó uno de sus propios hechizos, sospechando que las enseñanzas druídicas de Cenarius le servirían mejor a él, en este lugar sagrado, que la magia del extraño.
De pronto el cielo tronó y la siempre presente brisa ligera se convirtió en un intenso vendaval. Brox y Malfurion fueron expulsados hacia atrás unos pocos pies y el mago casi fue empujado hacia el aire, tan fuerte era que lo obligó a alejarse del borde del anillo.
-¡No habrá nada de esto en mi santuario!- Declaró la voz de Cenarius.
A poca distancia de la barrera de flores el fuerte viento levantó hojas, polvo y otras cosas sueltas del bosque, lanzándolas alrededor y creando un torbellino que crecía con rapidez e intensidad, mientras las hojas y las demás piezas se solidificaban en una imponente figura.
Y cuando el aire se calmó nuevamente, Cenarius avanzó hacia Malfurion y los demás para estudiarlos.
-Esperaba algo mejor de ti.- Comentó con tranquilidad al elfo de la noche. – Pero estos son tiempos extraños.- Observó a Brox. – Y al parecer se vuelven más extraños con el pasar de las horas.-
El orco gruñó desafiante a Cenarius. Pero Malfurion rápidamente lo silenció.
-Este es el Señor del Bosque, el semidiós Cenarius… con quién te dije que te traería, Brox.-
Brox se calmó un poco, y apuntó al mago encapuchado.
-¿Y ese? ¿Es otro semidiós?- Él es una pieza del rompecabezas.- Respondió Cenarius. – Y tú pareces ser otra pieza del mismo.- Tú reconociste al recién llegado, amigo Rhonin.- Añadió Cenarius a la figura que estaba en el anillo. El hechicero de túnica no dijo nada.
El semidiós movió su cabeza con clara decepción.
-No quiero lastimarte, Rhonin, pero han sucedido muchas cosas que los otros y yo encontramos inquietantes y fuera de lugar. Tú y tu compañero desaparecido, y ahora éste otro.- Su nombre es Brox.- Dijo Malfurion.
-Este, llamado Brox.- Reparó Cenarius. – Es otro ser al cual nunca había visto. ¿Y cómo llegó a este lugar Brox, mi estudiante? Supongo que hay una historia por contar, una inquietante.-
Asintiendo, el elfo de la noche comenzó a contar inmediatamente la historia del rescate del orco, culpándose solamente a sí mismo. Apenas habló de Tyrande e Illidan. Pero Cenarius, más viejo y más sabio que su discípulo, comprendió mucho más de la verdad.
-Te dije que los destinos de tu hermano y el tuyo tomarían caminos diferentes. Creo que esa bifurcación ha venido ahora, lo quieras o no.- No comprendo.-
-Es una charla para otra vez.- El semidiós de repente avanzó hacia Malfurion y Brox, mirando atentamente hacia el bosque. Cerca del claro, las coronas de los árboles se movieron repentinamente con gran agitación.
-Y tiempo es lo que no tenemos en este momento. Es mejor que se preparen…induso tú, mi amigo Rhonin.-
-¿Yo?- ¿Qué es eso, Shan’do? -Malfurion podía sentir la furia de los árboles.
El cielo soleado se llenó de truenos y el viento comenzó de nuevo. Una sombra cayó sobre el majestuoso semblante de Cenarius, una sombra tenebrosa que hizo que incluso Malfurion se preocupara por su maestro.
El Señor del Bosque estiró sus brazos hacia adelante, casi como si quisiera abrazar algo que nadie más podía ver.
-Estamos a punto de ser atacados. y me temo que incluso no seré capaz de protegerlos a todos.-
Un solitario manáfago había seguido el sendero como ningún otro animal o jinete podría, no siguiendo el olor de su presa, sino que la magia. Así como la sangre y la carne, la magia y la hechicería eran su sustento… y como cualquiera de su especie, el manáfago siempre estaba hambriento.
Las criaturas mortales nunca habían notado la magia del centinela roble, pero el demonio lo hizo. Revisó con afán a su presa inmóvil y rápidamente sacó sus horribles tentáculos y atacó el grueso tronco.
El roble hizo su mejor esfuerzo para combatir al inesperado enemigo. Las raíces buscaban enredarle las patas, pero el manáfago las esquivó. Ramas sueltas descendieron de lo alto, golpeando la gruesa piel del monstruo inútilmente.
Cuando eso no funcionó, desde el roble salió un particular y agudo sonido que creció en intensidad. Pronto alcanzó un nivel inaudible para la mayoría de las criaturas.
Pero para el manáfago el sonido se convirtió en agonía. El demonio se quejaba y trató de enterrar su cabeza, pero al mismo tiempo se rehusaba a liberar al guardián. Las dos voluntades luchaban… pero la voluntad del manáfago fue más fuerte. A medida que su propia magia era drenada, el roble se marchitaba cada vez más, para morir finalmente como la Guardia Lunar, asesinado en su deber después de haber protegido el camino con éxito durante miles de años.
El manáfago agitó su cabeza y olfateó el aire delante de él. Los tentáculos ansiosamente se extendieron hacia adelante, pero el demonio mantuvo su posición. Había crecido cuando devoró la antigua magia del roble y ahora era casi el doble de grande de lo que había sido.
Fue entonces cuando la metamorfosis comenzó.
Un profundo y oscuro resplandor envolvió completamente al manáfago que comenzó a retorcerse en varias direcciones, como si tratara de escapar de sí mismo. Y mientras más lo intentaba, más lo conseguía. Una cabeza, dos cabezas, tres, cuatro…cinco. Cada cabeza se estiraba con dificultad, tirando y tirando. Las cabezas eran seguidas de cuellos gruesos, hombros musculosos, torsos musculares y piernas.
Inundado con la rica magia del guardián antiguo, un sólo manáfago se convirtió en una jauría. El gran esfuerzo momentáneamente debilitó a cada uno de los demonios, pero en segundos se recuperaron. El conocimiento de que más adelante había más sustento y más poder los alentaba.
Y como uno sólo, los manáfagos cargaron hacia el claro.
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